"Antonio Ramón Molina" mi Padre


ChiguaráImprimirE-Mail
escrito por Alexi Berríos Berríos   
miércoles, 22 de octubre de 2008
Terminan de editar en la ciudad de Mérida un libro escrito por el extinto amigo Antonio Ramón Molina. Viejo chiguarero hundido desde muy tempranas horas de su larga vida en las serenas olas de la literatura. Hombre cultivado en citología y curiosamente bañado de fantasmas infantiles cantando en los torrentes del Río Chama. La paraulata sube el picacho para confundir el trinar del turpial real despierto con el alba sonora de la montaña vestida con las palabras del poeta hincando la mirada en el cerro de Guananche. Toma Antonio la ruta de recuas acercándose a paso lento al ferrocarril del Vigía envuelto en el color vivo del Araguaney. Vuelan en el recuerdo las mariposas viajeras como los rebaños de ganado venidos a trancas y barrancas del llano cercados por la seducción de las amapolas.

Aparece la transida angustia: La macaurel y la mapanare hacen sus estragos al igual que "la viruela negra, la disentería, la influenza española, el cólera morbus, la fiebre amarilla" y la rauda mortalidad infantil. Luego, se dejan venir las coplas cernidas en el interés amoroso de lo pueblano diciendo así:

"Yo me casé con María,

Por las vacas que tenía

Ya se acabaron las vacas

¡Vaya al carajo María...!

¡Ojuuy! ¡Novillo!"

En adelante, el viejo Antonio centra la pluma en la descripción cartográfica del lugar resaltando la calle Bosset con su viva actividad comercial y la calle de los pobres anegada en el pálido rostro de la vida. Ambas llenas de años mágicos cruzados por los dados y alimentados por la chicha, la mazamorra... procediendo la energía en la antigua plaza de toros. Entre tanto, anota magistralmente lo relacionado al ordeñador, la indumentaria -sobre todo dibuja el origen del sombrero jipi japa de toquilla traído de Colombia- y lanza la caracterización de la actividad educativa dividida en dos escuelas: una para las niñas y otra para los varones. Además, refleja con pasión la valía de las faenas del jornalero, y, en medio de ella, resalta su condición como trabajador de la tierra sin perder de vista la importancia del estudio de la geohistoria y la aritmética a través de Fernando Criollo, Fuenmayor y Echeandía. Quizás, sea esto lo que llevó a Don Antonio Molina a añorar tanto su pueblo perdido en las lecturas de Becker o bailando un galerón en la neblina fina de los primeros años del siglo XX venezolano. Claro está, el viejo chiguarero creció en el primer escalón de la niebla de la sierra, arropándose con sueños frente a una sociedad metida en cintura. Rechazó el sable para tomar la pluma como única arma destinándola a pintar la savia de un pueblo o la protoimagen de la anciana Chiguará, con la delicadeza y la profundidad verdadera de la poesía.
http://diariodelosandes.com/content/view/57616/

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